“Mi amor por Gabo”
Soñé que cumpliera los 100 años, no en soledad, preferiblemente al lado de su Mercedes Barcha.
Sin querer ser presuntuoso, a Gabriel García Márquez lo he leído la mayor parte de mi vida, al igual que él me gusta “En la orilla del mar” de Bienvenido Granda (el bigote que canta); conservo recuerdos de largas lecturas de su realismo mágico, que alternaba con poemas de Pablo Neruda y Mario Benedetti, en la habitación del fondo de la vieja casona del centro de Bogotá donde vivimos con mis hermanos y mi madre por más de 20 años.
Cuando no estaba cantando mi Buenaventura en Caney, Sin Sentimiento o Un vestido bonito, de Niche y Guayacán, tenía en mis manos un libro de Gabo. Confieso que leía, en un principio, buscándole sentido a mi soledad, llenando la ausencia de mi padre, queriendo entender las batallas de mi madre, soltera, para sacarnos adelante. Fueron días, meses y años difíciles.
El primer escrito de Márquez que me atrapó para siempre fue el reportaje de “Caracas sin agua”, ya no recuerdo cuántas veces lo leí, pero todavía siento el fastidio de las ratas muertas de sed en las calles de la capital venezolana, el imprudente hombre regando el jardín; el extranjero, no recuerdo si era alemán o gringo, fastidiado por el fuerte verano, y el fresco que sus personajes y lectores sentimos en el momento cuando por fin llovió.
Caminé hacía al Parque Santander en el centro de Bogotá, frente al edificio Avianca, aún no conocía el rostro del autor que me dejó los ojos grandes, y como buscando un almuerzo de dos de la tarde, miraba los puestos de libros piratas. No me da pena decirlo, no tenía plata para más, apenas era un estudiante (de estrato 2 tirando a 1), y mi curiosidad era urgente.
Por fin observé la tapa de un libro con la imagen de un hombre tirado en el piso, cubierto por una sabana y se titulaba: “Crónica de una muerte anunciada”, y otro texto con un gallo pintado: “El Coronel no tiene quién le escriba”.
Los finales de ambas novelas me impactaron muchísimo, sobre todo la “mierda” que tendría que comer la mujer del coronel si el gallo, en el cual tenía toda su esperanza económica, no ganaba en la gallera, pero del otro lado el infortunio de Santiago Nasar que recibió un portazo de su madre, facilitando la masacre a manos de los hermanos Vicario.
Quedé excitado, con cara de ponqué, quería más, y encontré Cien Años de Soledad, ahí ya sabía lo del nobel de literatura. Traté de entenderlo, era complejo. Reí mucho por el cinturón de castidad de Úrsula Iguarán, me asombré con el personaje ficticio de Melquiades, sentí tristeza por Remedios la Bella comiendo tierra, pero alegría cuando subió a los cielos en cuerpo y alma; no negaré la excitación que me produjo el apretón por detrás de Aureliano Buendía a la valiente gitana escuálida.
Como si fuera una premonición, el hijo del telegrafista, describió el alzhéimer que sufrió en su vejez; en ese libro dice que los hombres perderán la memoria, y para no olvidar el nombre de las cosas y los animales se debía escribir en un papel “vaca” y pegarlo a la “vaca” y así con todo para cuando Macondo ya no recordara nada.
No hacía falta mi padre, lo idealizaba en Gabo. Él, y debo reconocerlo, Jairo Varela director del Grupo Niche, me enseñaron el arte del amor, de las palabras bellas, aprender a tragarme mis fracasos y a vivir intensamente los amores contrariados. Muchas veces fui ese Florentino Ariza debajo del árbol de los almendros, mirando pasar a varias Fermina Daza, sin tirarme un adiós o “que tengas un buen día”.
Al igual que Florentino, en El amor en los tiempos del cólera, me iba para la casa recordando: ojos, labios, cabellos, formas de caminar, gestos, voces suaves, sonrisas; insumos suficientes para sentarme frente al computador y escribir sonetos cortos con duda, llanto, risa, miedo y luego eliminarlos para siempre, anhelar una vida similar a Ojos de Perro Azul.
Reconozco el gusto por ese joven Gabo, autor de la Jirafa, columna en donde escribía sobre arte, cine y relatos; les recomiendo un escrito fantástico: “no sé qué tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento”.
Con el hijo de Aracataca aprendí a sentir la muerte, cerciorarme de ella, que quede bien confirmada, eso por lo menos narra en su cuento “la tercera resignación” el desespero de un hombre que no sabe si es un sueño, producto de su imaginación su propia muerte o si es la de su hermano gemelo. Estoy totalmente de acuerdo con el Nobel, tanto esfuerzo para tener que morirse.
No lo van a creer, perdí un día de parques en Orlando, Florida por estar leyendo en un centro comercial: “Yo no vengo a decir un discurso”, pues me senté en una silla cualquiera, miré el entorno, allí se comercializaban artículos entre dos y cinco dólares en pequeños puesto ubicados en la mitad del pasillo, al fondo los negocios de grandes marcas, y una morena bailando merengue, como dijo el poeta cordobés Raúl Gómez Jattin, “con un culo que sacaba la cara por ella”.
La vaina es que cuando terminé de leer el libro y miré la hora en el celular, (no acostumbro a usar reloj, se me pierde con facilidad) el bus que me llevaría a Universal ya había pasado dos horas antes, me emputé y después me reí al recordar que en Paris, Álvaro Mutis blanquió los ojos, se desordenó el cabello y estiró el sombrero para pedir plata, cosa, que según Gabo, le funcionó aunque algunos parisinos criticaran las buenas vestimentas del limosnero.
Siempre anhelé conocerle, decirle que lo admiraba, que fue el aliento de mi adolescencia; soñé que cumpliera los 100 años, no en soledad, preferiblemente al lado de su Mercedes Barcha, pero los héroes también se mueren, en su última aparición lo vi, a través de la televisión, con sus flores amarillas frente a su casa en México, con mirada perdida como buscando los avisos de esa Macondo desmemoriada para comprender quién era y quienes eran los que lo amaban y lo admiraban.
Una noche con Carlos Eduardo Castro Arias mi compañero de trabajo de la época en Caracol Radio, unos meses después de su muerte, vi la imagen diáfana de Gabo en un reconocimiento que le hacía la academia de los Premios Oscar y dije susurrando: “otro sueño cumplido de Gabo” y me puse a llorar.