No somos santos
Hoy se celebra el Corpus Christi, fiesta religiosa que en Colombia se hace el lunes siguiente. Estuvimos en Camuñas, una población de Toledo-España donde se provoca con simbolismos
Por Juan Carlos Pino Correa
A veces creemos que los demonios y los pecados que arrastran sus varas junto a nuestra puerta están afuera, acechando infames para seducirnos con su mal. Pero no. Acaso hayan estado allí desde siempre y no afuera precisamente sino del umbral hacia acá, arrastrando sí sus varas pero no para entrar sino para intentar abrirse paso desde nuestro territorio esencial hacia otros confines del mundo. Porque no somos santos, todo hay que decirlo. No somos santos y nuestras miserias las masticamos en silencio, las reprimimos sin compasión y las atamos ardorosamente al mástil de la razón.
Esta idea no es nueva en mí aunque tampoco le he dado muchas vueltas, pero se me viene a la mente con fuerza ahora que estoy en Camuñas, un pueblo de la Mancha Alta donde el día de Corpus Christi los pecados acechan desde el atrio de la iglesia a devotos y biempensantes. Ahora los veo a ellos muy cerca, ya no inasible entidad transgresora de lo religioso sino encarnados en vistosos demonios de simulada malignidad que emiten aullidos como si fueran gritos de sitio y guerra. Visten de negro riguroso en el pantalón y el chaleco, de blanco en la camisa, el chal y la gavineta y de colores vistosos en las borlas de la cintura y la vara. La careta es rojo sangre y la nariz gruesa y achatada. Las cuencas ciegas apuntan al cielo durante un rato y solo cobran vida cuando rostro y careta se sincronizan y los ojos ganan dimensión y brillo para otear el frontis de la iglesia o el altar lejano. Eso sucede inmediatamente después de que un hombre de traje gris y barba blanca hace un movimiento con su bastón o un guiño para que un pecado sin máscara dispare una nueva munición de salva.
No interrumpe la eucaristía aquel golpe seco y contundente, ni los casquillos brincando inquietos en el suelo con un tintineo quedo, ni tampoco el ruido amenazador de las varas contra el piso, ni los alaridos amenazantes de los pecados que con el santo y seña de la pólvora salen por un instante de su ensimismamiento. Yo, que veo la escena desde la puerta principal, tengo la sensación que en los dos o tres segundos que suceden a este movimiento armonizado y antes que descubran sus rostros para esperar una nueva señal, todos los pecados empiezan a auscultarme convirtiéndose en inquisidores de mis pensamientos, como si hubieran identificado un alma indefensa de la cual es posible hacer carroña. Ahí están sus cuencas oscuras, los cinco puntos blancos y los cinco puntos rojos sobre el bigote y el cabello pintados, la boca contrahecha en un gesto que podría ser desprecio o podría ser sevicia, la cabeza coronada de adornos multicolores. Eso siento cada que suena el disparo y ellos de nuevo se enmascaran y vuelven a raspar y a aullar.
¿De verdad están aquí afuera acechando la iglesia?, me pregunto. ¿De verdad este asedio no es más que un simulacro por los días de Corpus?
Recuerdo y transgresión
Cuando era un niño muy pequeño, a eso de los cinco o seis años, vi en el huerto de nuestra casa de pueblo un gorrión brincar alegre de un lado a otro al pie de los árboles. Yo estaba sentado en el corredor de tierra y, a mi lado, mi hermano mayor también contemplaba con arrobo al pajarillo. Así nos quedamos largo rato hasta que hubo un momento en que nos miramos y, sin decir nada, cada cual buscó las piedras que estaban por allí cerca para lanzarlas en un ataque desenfrenado. No sé si salió de mi mano o de la suya el proyectil que derribó a aquel gorrión, pero ambos corrimos con premura para recoger el botín de caza, quizá con un mohín de satisfacción. Un mohín distinto fue el que hizo la señora que nos acompañaba cuando se lo entregamos y pedimos que preparara la sartén. Sí, ya sé que los niños son todo lo crueles que alguien pueda imaginar, pero esa imagen se me quedó grabada en la mente como prueba de esa cierta sevicia que todos llevamos dentro.
No lamenté aquella muerte en ese momento pero con el paso de los años, a medida que el mundo iba delineando con mayor claridad sus contornos, sentí una vergüenza sin aristas. Vergüenza, debo insistir, vergüenza y no culpa pese a las imágenes de fuego eterno, castigo y dolor que se erigían en las clases de religión de mi escuela laica. Pero si bien aquella pedrada vespertina fue un hecho aislado en mi infancia no es menos cierto que siempre que he pensado en ella me acomete una desazón que ya no tiene consuelo. Acaso no es casual que aquella imagen aparezca de repente aquí, en Camuñas, pero casualidad sería, o imaginación desbordada, que en el recuerdo oyera aullidos, ruidos de varas arrastrándose o murmullos de oraciones. Casualidad o imaginación sería si viera rostros rojos y malévolos mirándome en aquella estampa en blanco y negro de antaño.
Aquí y ahora, en la puerta de la iglesia, el ritornelo salvador, a la manera de Deleuze y Guattari, no es el murmullo de oraciones o la voz del sacerdote que vienen desde el interior de la iglesia sino el paisaje de llanura y de sol que se eleva a espaldas de los pecados y que ellos no se vuelven a mirar ni una sola vez, empeñados en no parpadear en la emboscada. Hay unas casas blancas de tejados pardos y más atrás unos árboles y luego la planicie que se extiende hasta la lejanía infinita, aquel inasible muro de bruma que está más allá de todo y se funde con un emocionado cielo azul. Entonces me desentiendo por un instante de todo el ritual para dar rienda suelta a la contemplación, pero esta no dura mucho porque el sonar de un tambor anuncia una nueva entrada de los danzantes al recinto. Sí, aquí están, pasan rozándome o se detienen porque de tanta gente no hay por dónde seguir. A mi lado se ha quedado estática la Madama La Gracia y estira el cuello para mirar si es posible avanzar algún paso más o a la espera de que los feligreses abran un pasillo en el cual se pueda ejecutar la danza.
Virtudes y pecados
No sé por qué no me sorprende que esta Madama sea distinta a aquella que he visto previamente en fotos o en videos y donde aparece bailando en el templo o tejiendo el cordón en la plaza contigua. Esta Madama es un joven de piel blanca, rostro lampiño, cabello corto y ojos claros que viste una saya color canela, camisa blanca, serenero también blanco y una careta roja, sin nariz, de facciones menos duras que los pecados. Intento cruzar unas palabras con él/ella para preguntarle alguna cosa pero en ese instante todo se hace más fluido y arrecia el sonido del tambor, las porras y las sonajas.
Delante y detrás de ella van los danzantes convocados a esta cita, sobre el cabello reposando las caretas rojas de nariz larga, delgada y un tanto curva, como las de las ilustraciones paradigmáticas de las brujas de los cuentos de hadas. Llevan pantalón blanco adornado con cintas de colores y bordados vistosos, blancas también las medias, las zapatillas y el serenero. Representan las virtudes que luchan día a día contra los pecados. Con un cadencioso levantar de pies (a la manera que a mí se me parece un poco a ese juego de niños de “dos caballitos de dos en dos…”) se internan entre los fieles por entre las hileras de bancas mientras en el atrio los pecados siguen aullando y arrastrando sus varas.
Hace un rato, antes del inicio de la misa, vi por primera vez esta coreografía cómodamente sentado en una de las bancas del templo. A mi lado, un hombre viejo elegantemente vestido pero un tanto tímido y parco respondía a una pregunta mía diciendo que no sabía explicar muy bien cómo se desarrollaba todo pero que a él le gustaba porque lo había observado desde que era niño. “Uno de los danzantes, ese que va allá, es mi sobrino”. Efectivamente un joven le guiñó un ojo al pasar y él sonrió, orgulloso de este pueblo capaz de conservar “plenamente esta tradición” y donde el bien y el mal tienen un pulso en la iglesia, la torre del reloj y las calles, en presencia de lugareños y turistas venidos de muchos lugares.
—Para mí, el Corpus es el Corpus —dijo, casi como cerrando la incipiente charla porque quería atender los movimientos de este montaje entre sagrado y profano.
Yo no dije nada y me quedé observando con atención la escena, el aire colmado del sonsonete del tambor, las porras y las sonajas, ese sonsonete sencillo de pocos acordes que se pega como miel y sigue sonando en la mente aunque por ratos se acallen los instrumentos. Ahora lo vuelvo a escuchar desde la puerta de la iglesia y veo a los danzantes moverse acompasados.
Los pecados siguen en el atrio, erguidos, solemnes en su maldad, las caretas sobre el rostro cada vez que emiten aullidos y arrastran las varas descargando su odio después de la detonación de salva.
Luego la misa termina.
Amenaza y conversión
La custodia es sacada de la iglesia en un paso procesional y puesta afuera, en un costado de la plaza. El ritual allí hace más evidente esa alegoría de la pugna entre fuerzas opuestas. Como hay tanta gente, apenas alcanzo a observar al Pecadilla y su intento de engaño, y al Pecado mayor encarnando la maldad y el demonio con su traje negro y su cabeza de cerdo, y a los demás pecados correr amenazantes contra los símbolos religiosos y sucumbir ante el poder de la custodia pues ya cerca de ella se quitan la careta y hacen una reverencia. El bien se impone porque ese debe ser el cierre de todo auto sacramental, pero en la realidad de tres o más dimensiones todos sabemos que las pugnas se resuelven de otras formas no tan afortunadas.
Seguro que no piensa en ello la Madama cuando empieza a tejer el cordón con los danzantes para trasmitirles la gracia en un entramado de presencias que desde donde estoy no logro detallar con claridad. Tampoco puedo detallar la participación de la alcaldesa que en el ritual encarna la esperanza aunque aquello no me impide pensar en lo políticamente correcto. O en lo incorrecto. O en el deber ser. O en las luchas reales y no alegóricas entre el bien y el mal. Quizá los políticos sean los menos idóneos para representar hoy la esperanza en un mundo cuya decadencia y miseria moral están ligadas de manera indisoluble con sus actuaciones y las decisiones que toman en grandes salones o en humildes despachos. Solo basta abrir la prensa para entenderlo un poco mejor o basta con mirarnos a nosotros mismos y al entorno en que habitamos para asumir las cosas en carne propia. “Aquí nos tocó, qué le vamos a hacer”, diría Ixca Cienfuegos.
El sol y el calor de finales de mayo arrecian como si ya fuera verano y la jornada se hace larga. Nos quedamos un rato más y vemos recorrer un par de calles la procesión: en ellas los pecados nuevamente arremeten con sus carrerillas contra la custodia. Y otra vez son derrotados. Entonces pienso de nuevo en que por culpa de la religión creemos a pie juntillas que los demonios y los pecados están afuera de nuestra puerta, acechando infames para seducirnos con su mal. Y ratifico que no, que han estado no precisamente afuera sino del umbral hacia el interior, arrastrando sus varas, como los pecados de Camuñas, pero no para entrar sino para intentar abrirse paso desde cada uno de nosotros hacia otros confines del mundo.
Porque no somos santos, todo hay que decirlo.